sábado, 17 de agosto de 2013

Breve apunte sobre Roma y la grandeza de sus leyes

La ley romana se fundó en lo mismo que fundó Roma: la relación formal entre personas distintas pero con una reconocida igualdad, primero en su dignidad, después en su estatuto político. Contrariamente, el pseudoderecho que impera junto al biopoder se basa en la aniquilación de la vida en aras de su propio cuidado –una igualdad de contenido–. Este pseudoderecho, no reconoce igualdad alguna en la diferencia, a la que se cataloga de menos valiosa e incluso de exterminable. La política romana –la res publica– jamás tuvo un reverso tanatopolítico. Por eso, ante la guerra, Roma no saldaba su victoria con la aniquilación del enemigo sino con su incorporación a la república[1], muy al contrario de como sucede en las actuales guerras –descendentes o ascendentes– que, en nombre de la vida, desarrollan toda una sofisticada tecnología bélica cuyo fin es la depredación máxima.


[1] Taminiaux, J., “¿‘Performatividad’ y ‘grecomanía’?” en AA.VV., Hannah Arendt. El legado de una mirada, Madrid, Sequitur, 2001. Págs., 80-84.
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Estamos, por lo tanto, en un poder que se hizo cargo del cuerpo y de la vida o que, si lo prefieren, tomó a cargo la vida en general, […]. Biopoder, […] del que se pueden señalar en el acto las paradojas que surgen en el límite mismo de su ejercicio. Paradojas que aparecen, […], con el poder atómico, que no es simplemente el poder de matar, según los derechos que se asignan a cualquier soberano […]. En cambio, lo que hace que el poder atómico sea, para el funcionamiento del poder político actual, una especie de paradoja difícil de soslayar, […], es que en la capacidad de fabricar y utilizar la bomba atómica tenemos la puesta en juego de un poder de soberanía que mata pero, igualmente, de un poder que es el de matar la vida misma.[1]

Heredera de la res publica romana y de los principios ilustrados, e hija de una revolución, surge la Primera República Francesa que hace del universalismo y la racionalización sus principios fundamentales. Tras el proceso revolucionario que terminó con Luis XVI de Francia destronado y el fin de la monarquía absoluta, Francia se configuró como una nación política formada por hombres libres e iguales ante la ley. Una ley que, impregnada de un espíritu racionalista y universalista, otorgó a estos hombres un estatuto político muy determinado que vino a sustituir el subditaje propio de las monarquías absolutas por la ciudadanía. Y el garante de que los principios de libertad, igualdad, fraternidad –universalización y racionalización– se defendiesen, conformando así una nueva nación política plural e igualitaria en cuanto a forma, fue el aparato jurídico-estatal que se puso en marcha tras la redacción y promulgación, en 1791, de una constitución que situaba la soberanía ya no en el monarca sino en la nación. Esta constitución, que establece la separación de poderes en un intento de limitar desde fuera la tendencia dominadora y omnímoda del poder, creó la base necesaria para que el Antiguo Régimen diera paso a un régimen racional. El reconocimiento de la soberanía nacional, así como la proclamación la libertad de culto, de pensamiento y de prensa, fundamentaron la base del respeto, protección e integración de una heterogeneidad igualada en derechos y obligaciones dentro de un espacio común: el Estado de derecho[2].

Al igual que sucedió con Roma –y no podemos aquí hacer más que un análisis muy superficial–, a la República Francesa le sucedió un imperio que llevó el proyecto de racionalización más allá de sus fronteras nacionales. Tanto el imperio romano como el napoleónico expandieron sus principios fundamentales, convirtiendo en provincias todos los terrenos anexionados, y en súbditos a todos los pueblos vencidos, con los que pactando de una manera u otra –como es obvio, no siempre de forma simétrica– rehusaron la depredación propia de otros imperios y asimilaron a los vencidos en el marco de un estatuto político de reconocimiento de su ciudadanía. De esta manera, como resultado del afán imperialista de Napoleón Bonaparte, la racionalidad fruto de la Revolución Francesa y sus principios, se extendió por gran parte de Europa, acabando con las monarquías absolutas e instaurando monarquías constitucionales, garantes –aunque sólo fuera de iure– de unas libertades revolucionarias estrictamente políticas.

Ante una realidad biopolítica –descendente y ascendente– como es la que caracteriza el mundo actual y de la que parece imposible salir, consideramos que la herencia política de estos dos hitos no debe ser olvidada ni rechazada en beneficio de planteamientos biopolíticos. La política es el ámbito de las resistencias, por eso debe perseverar en su existencia, debe recuperarse de una forma que nos haga avanzar hacia una rehabilitación del hombre como hombre, hacia una recualificación de la morphé. Pues el hombre sólo es hombre en la polis, en la república, en un Estado en el que el Derecho –con mayúscula– impere sobre un hecho que es campo abonado para la dominación.

Lo jurídico-estatal es lo único que puede actualizar una potencia desatada. Es la única contención a lo intolerable que se da en ese movimiento permanente. Movimiento  permanente similar al ciclo biológico, a los engranajes fabriles de la Revolución industrial o a las máquinas sexuales diseñadas por esos pervertidos que, inspirados en Sade, servían para estirar y despiezar cuerpos privados de forma, relegados a meros pedazos de carne flexible y maleable. Lo jurídico-estatal viene a decir “no” a lo intolerable, frenando en seco el todo vale.


[1] Foucault, M., Hay que defender la sociedad, Akal, Madrid, 2010. Pág. 217.
[2] Creemos interesante recoger este extracto de la Constitución Francesa de 1791, pues como se puede comprobar, la nación política francesa está basada en un concepto de ciudadanía que difiere mucho del concepto de nación étnica o derivada del nascere, de la filiación o la sangre.
TITULO II: DE LA DIVISION DEL REINO Y DEL ESTADO DE LOS CIUDADANOS
Artículo Primero. El reino es uno e indivisible: sus territorios se distribuyen en ochenta y tres departamentos, cada departamento en distritos y cada distrito en cantones.
2. Son ciudadanos franceses:
– los que han nacido en Francia de padre francés;
– los que, nacidos en Francia de padre extranjero, han fijado su residencia en el reino;
– los que, nacidos en un país extranjero de padre francés, se han establecido en Francia y han prestado el juramento cívico;
– En fin, los que, nacidos en un país extranjero, y descendiendo en cualquier grado de un francés o una francesa expatriados por causas religiosas, vienen a residir a Francia y prestan el juramento cívico.
3. Los que nacidos fuera del reino de padres extranjeros, residan en Francia, devienen ciudadanos franceses, después de cinco años de domicilio continuo en el reino, si han adquirido inmuebles allí, se han desposado con una francesa o han formado algún establecimiento agrícola o comercial y han prestado el juramento cívico.
4. El Poder legislativo podrá dar, por motivos de importancia, un acta de naturalización a un extranjero, sin otras condiciones que las de fijar su domicilio en Francia y prestar aquí el juramento cívico.
5. El juramento cívico es: Juro ser fiel a la Nación, a la Ley y al Rey y defender con todas mis fuerzas la Constitución del reino, decretada por la Asamblea nacional constituyente en los años 1789, 1790 y 1791.
Constitución Francesa de 1791 en <http://hc.rediris.es/01/Constituciones/cf1791.htm> [última consulta: 03/06/2013]

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