La ley romana se fundó
en lo mismo que fundó Roma: la relación formal entre personas distintas pero
con una reconocida igualdad, primero en su dignidad, después en su estatuto
político. Contrariamente, el pseudoderecho que impera junto al biopoder se basa en la aniquilación de la vida en
aras de su propio cuidado –una igualdad de contenido–. Este pseudoderecho, no
reconoce igualdad alguna en la diferencia, a la que se cataloga de menos
valiosa e incluso de exterminable. La política romana –la res publica– jamás tuvo un reverso tanatopolítico. Por eso, ante la guerra, Roma no saldaba su
victoria con la aniquilación del enemigo sino con su incorporación a la república[1], muy al contrario de como sucede en las actuales
guerras –descendentes o ascendentes– que, en nombre de la vida, desarrollan toda una
sofisticada tecnología bélica cuyo fin es la depredación máxima.
[1] Taminiaux, J., “¿‘Performatividad’ y ‘grecomanía’?” en
AA.VV., Hannah Arendt. El legado de una mirada, Madrid, Sequitur, 2001. Págs., 80-84.
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Estamos, por lo tanto, en un poder que se
hizo cargo del cuerpo y de la vida o que, si lo prefieren, tomó a cargo la vida
en general, […]. Biopoder, […] del que se pueden señalar en el acto las
paradojas que surgen en el límite mismo de su ejercicio. Paradojas que
aparecen, […], con el poder atómico, que no es simplemente el poder de matar,
según los derechos que se asignan a cualquier soberano […]. En cambio, lo que
hace que el poder atómico sea, para el funcionamiento del poder político
actual, una especie de paradoja difícil de soslayar, […], es que en la
capacidad de fabricar y utilizar la bomba atómica tenemos la puesta en juego de
un poder de soberanía que mata pero, igualmente, de un poder que es el de matar
la vida misma.[1]
Heredera de la res
publica romana y de los principios
ilustrados, e hija de una revolución, surge la Primera República Francesa que
hace del universalismo y la racionalización sus principios fundamentales. Tras
el proceso revolucionario que terminó con Luis XVI de Francia destronado y el
fin de la monarquía absoluta, Francia se configuró como una nación política
formada por hombres libres e iguales ante la ley. Una ley que, impregnada de un
espíritu racionalista y universalista, otorgó a estos hombres un estatuto
político muy determinado que vino a sustituir el subditaje propio de las monarquías absolutas por la
ciudadanía. Y el garante de que los principios de libertad, igualdad,
fraternidad –universalización y racionalización– se defendiesen, conformando
así una nueva nación política plural e igualitaria en cuanto a forma, fue el
aparato jurídico-estatal que se puso en marcha tras la redacción y
promulgación, en 1791, de una constitución que situaba la soberanía ya no en el
monarca sino en la nación. Esta constitución, que establece la separación de
poderes en un intento de limitar desde fuera la tendencia dominadora y omnímoda
del poder, creó la base necesaria para que el Antiguo Régimen diera paso a un
régimen racional. El reconocimiento de la soberanía nacional, así como la
proclamación la libertad de culto, de pensamiento y de prensa, fundamentaron la
base del respeto, protección e integración de una heterogeneidad igualada en
derechos y obligaciones dentro de un espacio común: el Estado de derecho[2].
Al igual que
sucedió con Roma –y no podemos aquí hacer más que un análisis muy superficial–,
a la República Francesa le sucedió un imperio que llevó el proyecto de
racionalización más allá de sus fronteras nacionales. Tanto el imperio romano
como el napoleónico expandieron sus principios fundamentales, convirtiendo en
provincias todos los terrenos anexionados, y en súbditos a todos los pueblos
vencidos, con los que pactando de una manera u otra –como es obvio, no siempre
de forma simétrica– rehusaron la depredación propia de otros imperios y
asimilaron a los vencidos en el marco de un estatuto político de reconocimiento
de su ciudadanía. De esta manera, como resultado del afán imperialista de
Napoleón Bonaparte, la racionalidad fruto de la Revolución Francesa y sus
principios, se extendió por gran parte de Europa, acabando con las monarquías
absolutas e instaurando monarquías constitucionales, garantes –aunque sólo
fuera de iure– de unas libertades
revolucionarias estrictamente políticas.
Ante una
realidad biopolítica –descendente y ascendente– como es la que caracteriza el
mundo actual y de la que parece imposible salir, consideramos que la herencia
política de estos dos hitos no debe ser olvidada ni rechazada en beneficio de
planteamientos biopolíticos. La política es el ámbito de las resistencias, por
eso debe perseverar en su existencia, debe recuperarse de una forma que nos
haga avanzar hacia una rehabilitación del hombre como hombre, hacia una
recualificación de la morphé. Pues el
hombre sólo es hombre en la polis, en la república, en un Estado en el que el
Derecho –con mayúscula– impere sobre un hecho que es campo abonado para la
dominación.
Lo
jurídico-estatal es lo único que puede actualizar una potencia desatada. Es la
única contención a lo intolerable que se da en ese movimiento permanente.
Movimiento permanente similar al
ciclo biológico, a los engranajes fabriles de la Revolución industrial o a las
máquinas sexuales diseñadas por esos pervertidos que, inspirados en Sade,
servían para estirar y despiezar cuerpos privados de forma, relegados a meros
pedazos de carne flexible y maleable. Lo jurídico-estatal viene a decir “no” a
lo intolerable, frenando en seco el todo vale.
[2] Creemos interesante recoger este extracto de la
Constitución Francesa de 1791, pues como se puede comprobar, la nación política
francesa está basada en un concepto de ciudadanía que difiere mucho del
concepto de nación étnica o derivada del nascere, de la filiación o la sangre.
TITULO
II: DE LA DIVISION DEL REINO Y DEL ESTADO DE LOS CIUDADANOS
Artículo Primero. El reino es uno e
indivisible: sus territorios se distribuyen en ochenta y tres departamentos,
cada departamento en distritos y cada distrito en cantones.
2. Son ciudadanos franceses:
– los que han nacido en Francia de padre
francés;
– los que, nacidos en Francia de padre
extranjero, han fijado su residencia en el reino;
– los que, nacidos en un país extranjero
de padre francés, se han establecido en Francia y han prestado el juramento
cívico;
– En fin, los que, nacidos en un país
extranjero, y descendiendo en cualquier grado de un francés o una francesa
expatriados por causas religiosas, vienen a residir a Francia y prestan el
juramento cívico.
3. Los que nacidos fuera del reino de
padres extranjeros, residan en Francia, devienen ciudadanos franceses, después
de cinco años de domicilio continuo en el reino, si han adquirido inmuebles
allí, se han desposado con una francesa o han formado algún establecimiento
agrícola o comercial y han prestado el juramento cívico.
4. El Poder legislativo podrá dar, por
motivos de importancia, un acta de naturalización a un extranjero, sin otras
condiciones que las de fijar su domicilio en Francia y prestar aquí el
juramento cívico.
5. El juramento cívico es: Juro ser fiel
a la Nación, a la Ley y al Rey y defender con todas mis fuerzas la Constitución
del reino, decretada por la Asamblea nacional constituyente en los años 1789,
1790 y 1791.
Constitución Francesa
de 1791 en <http://hc.rediris.es/01/Constituciones/cf1791.htm> [última
consulta: 03/06/2013]
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