El biopoder es
concebido por sus detractores como el nuevo infierno, un infierno de dominación que nos instrumentaliza,
que nos cosifica, que nos daña, pero, prisioneras de la potencia e incapaces de
cambiar el ritmo, las alternativas más atractivas –las que prometen un nuevo
orden mundial: el nuevo paraíso–
caen en aquello que, como diría Agamben, sella nuestra servidumbre pues (y no nos cansamos de remarcarlo) renuncian a
todo lo que pueda frenar esta “indómita extensión nihilista de la potencia”[1]:
el sujeto, el Estado y el Derecho. Sólo esto puede poner freno a la potencia
desatada del mercado y a su dominación.
Y ¿por qué el
sujeto, el Derecho y el Estado? Primeramente porque son las tres cosas que han sido barridas a lo largo del proceso que
venimos contando. Con el advenimiento del neoliberalismo van desapareciendo y
quedando relegadas a meros epifenómenos, a meras ficciones. Es cierto que
existen sujetos, ¿pero qué clase
de sujetos?, ¿hombres?, no. Como vimos, lo que hay son cuerpos dóciles privados
de humanidad fruto de una techne,
materia sin forma, animal laborans.
Y esta subjetividad animalizada y fabricada por técnicas y tecnologías al
servicio de la gubernamentalidad
neoliberal es la condición de posibilidad de un mercado total que, de otra
manera, no existiría bajo esta apariencia de verdad. Por ello se hace necesaria
una recualificación del sujeto. O
mejor dicho, un recordatorio del
sujeto, pues el sujeto propio del neoliberalismo, sujeto pasivo y productivo,
no es más que una apariencia tomada como realidad por dichas técnicas y
tecnologías. Pues el sujeto producido sí que es una ficción, ya que, en verdad,
el sujeto es materia y forma y tiene un doble modo de ser que, por mucho que se
escamotee, no puede ser borrado. El sujeto –los hombres, nosotros– somos, por
naturaleza, materia y forma, y no meros materiales. Los sujetos no son ni
flexibles –estirables en su productividad–, ni tampoco dóciles, pues poseen,
debido a su condición ontológica, algo único, algo exclusivo que nace de su
doble modo de ser: la libertad. Pero la libertad, no sólo entendida como simple
libertad de, o libertad
para, es una condición ontológica tan
delicada que puede ser anulada, subvertida y pervertida fácilmente si no hay un
freno y si así lo requieren los imperativos productivos del capitalismo. Y la
recurrencia del sistema capitalista, así como su insaciable necesidad de
expansión y reproducción, son incompatibles con un sujeto libre, es decir, con
el hombre. Pero:
“El hombre occidental aprende poco a poco en qué consiste ser
una especia viviente en un mundo viviente, tener cuerpo, condiciones de
existencia, probabilidades de vida, salud individual o colectiva, fuerzas que
es posible modificar y un espacio donde repartirlas de manera óptima. Por
primera vez en al historia, sin duda, lo biológico se refleja en lo político”[2]
Al hombre se le
ha enseñado a dejar de ser hombre, a aprender a ser un sujeto pasivo y
productivo, comprador y vendedor de vida, y en nombre de esa vida natural, se
ha puesto en juego toda una tanatopolítica
–el reverso inseparable de la biopolítica– por la cual:
“[…] nunca las guerras fueron tan
sangrientas como a partir del siglo XIX […], nunca hasta entonces los regímenes
habían practicado sobre sus propias poblaciones holocaustos semejantes. Pero
ese formidable poder de muerte –y esto quizá sea lo que le da una parte de su
fuerza y del cinismo con que ha llevado tan lejos sus propios límites– parece
ahora como el complemento de un poder que se ejerce positivamente sobre la
vida, que procura administrarla, aumentarla, multiplicarle, ejercer sobre ella
controles precisos y regulaciones generales. Las guerras ya no se hacen en
nombre del soberano al que hay que defender; se hacen en nombre de la existencia
de todos; se educa a poblaciones enteras para que se maten mutuamente en nombre
de la necesidad que tienen de vivir. Las matanzas han llegado a ser vitales.”[2]
Por lo tanto,
hemos muerto, hemos matado, hemos sido encarcelados y condecorados en nombre de
la vida. Nos hemos reconocido a través de esta tanatopolítica, inventado naciones y utopías basadas en el mero
hecho de la vida, pues de lo que se trata es de “la cuestión desnuda de la
supervivencia”[3].
Ultracapitalismo
neoliberal, colonialismo, nacionalismos, racismo, ideologías identitarias y
postidentitarias, biopoder, terrorismos identitarios, biopolíticas
alternativas, etc., son, a fin de cuentas, la misma cosa: la construcción de un
mundo de vida carente de hombres. Y ante esta realidad sólo hemos hecho dos
cosas: seguir mansamente el movimiento de la potencia desenfrenada o seguirlo
de forma áspera, reclamando biopolíticas alternativas. Pues “contra este
[bio]poder […], las fuerzas que resisten se apoyaron en lo mismo que aquél
invadía –es decir, en la vida del hombre en tanto que ser viviente”[4]
Por lo tanto, la
gran aporía de las resistencias biopolíticas es su perseverancia en el
mantenimiento de un mundo sin hombres. Incapaces de recualificar al sujeto, lo
desprecian, reduciendo su existencia a la animalidad. Exactamente igual al modo
de operar del neoliberalismo.
“Durante milenios, el hombre siguió siendo
lo que era para Aristóteles: un animal viviente y además capaz de una
existencia política: el hombre moderno es un animal en cuya política está
puesta en entredicho su vida de ser viviente”[5]
Si de lo que se
trata es de plantear una salida a la aporía, ésta no puede pasar por alto una
recualificación del sujeto, una rehabilitación del mismo y de su constitución
ontológica[6],
pues sólo así se puede romper con las ilusiones de libertad y resistencia. Sólo
recuperando al hombre como animal político[7]
podemos situar en él el verdadero punto de resistencia ante la dominación, que
no es otro que la libertad. Y ésta sólo puede darse en un mundo de hombres, no
de cuerpos:
“La libertad es la condición ontológica de
la ética. Pero la ética es la forma reflexiva que adopta la libertad”[8]
Por lo tanto, no
cabe la posibilidad de una salida a la aporía desde una política naturalizada
en la que no haya hombres. Y a este respecto Foucault no puede ser más claro:
“En la medida en que la libertad
significa, para los griegos, la no-esclavitud –lo que en todo caso constituye
una definición de libertad bastante diferente a la nuestra– el problema ya es
completamente político. Y es político en la medida en que la no-esclavitud es,
a los ojos de los otros, una condición: un esclavo no tiene ética. La libertad
es, por tanto, en sí misma política. Y además conlleva también un modelo
político, en la medida en que ser libre constituye no ser esclavo de sí mismo y
de sus apetitos, lo que implica que se establece consigo mismo una cierta
relación de dominio, de señorío, que se llamaba arché.”[9]
Por lo tanto,
los cuerpos biopolíticos, al ser esclavos de la necesidad impuesta por el
biopoder y, al reivindicar necesidades, no pueden ser políticos, no pueden
dejar su animalidad y, por lo tanto, tampoco tienen una ética que pueda ser la
matriz de la libertad y del enfrentamiento efectivo contra la dominación. El
hombre al que se ha arrancado su modo de ser político es como el esclavo, como
el animal o como el zombie.
El problema
radica en determinar qué puntos son aquellos en los que tenemos que afianzar
esta rehabilitación del sujeto. Claramente no son los puntos en los que se
articulan las resistencias biopolíticas. Tampoco puede ser la renuncia a una
cierta manera de comprender lo político tradicional desde un punto de vista
crítico que nos aleje de la teoría de la soberanía. Por lo tanto, el Derecho y
el Estado serán los elementos en los cuales se tendrá que apoyar la
rehabilitación de la noción de sujeto, pues lo jurídico-estatal es la única
protección de la que se pueden servir los hombres para evitar la dominación, ya
que en lo jurídico-estatal se dan las condiciones para la protección del modo
de ser animal del hombre y, por supuesto, del político:
Y el que no puede vivir en comunidad, o no
necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino una
bestia o un dios.[10]
[1] Foucault, M., “La ética del cuidado de sí como
práctica de la libertad” en Estética, ética y hermenéutica: obras
esenciales. Volumen III. Paidós,
Barcelona, 1999. Págs., 393-415
[2] Como ya hemos mencionado en ocasiones anteriores, y
para evitar cualquier mala interpretación, nos vemos obligados a remarcar el
carácter irreductible de este orden de ser en el que se juega el ser hombre.
Ser hombre implica la condición de ser animal y además político, dándose una tensión entre la animalidad y lo político. Una tensión que se
da como sobrepasamiento y no como
una determinación de lo político sobre lo animal. Debido a este sobrepasamiento, no podemos concebir al hombre como un animal cuya
razón está un escalón por encima del resto de animales. Y de esta manera,
contrariamente a lo que defiende Agamben, el ser hombre no se juega en una
relación de exclusión inclusiva. A este respecto, remitimos, para una mayor
ampliación sobre esta cuestión, a: Díaz Marsá, M., “De la nuda vida como forma
de vida o de la aporía de la política moderna. (Un estudio a partir de Giorgio
Agamben), en Endoxa: Series Filosóficas, 22, 2007
[3] Foucault, M., “La ética del cuidado de sí” en Estética,
ética y hermenéutica: obras esenciales. Volumen III. Paidós, Barcelona, 1999. Pág. 396
[4] Foucault, M., “La ética del cuidado de sí” en Estética,
ética y hermenéutica: obras esenciales. Volumen III. Paidós, Barcelona, 1999. Pág. 399
[1] Foucault, M., Historia de la sexualidad: 1. La
voluntad de saber Madrid, Siglo XXI, 2009. Pág., 151.
[2] Foucault, M., Historia de la sexualidad: 1. La
voluntad de saber Madrid, Siglo XXI,
2009. Pág., 145.
[3] Foucault, M., Historia de la sexualidad: 1. La
voluntad de saber Madrid, Siglo XXI,
2009. Pág., 145
[4] Foucault, M., Historia de la sexualidad: 1. La
voluntad de saber Madrid, Siglo XXI,
2009. Pág., 153
[5] Foucault, M., Historia de la sexualidad: 1. La
voluntad de saber Madrid, Siglo XXI,
2009. Pág., 152
[1] Pardo, J.L., “las desventuras de la potencia”, en Logos.
Anales del Seminario de Metafísica,
Vol. 35, 2002.
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