viernes, 22 de marzo de 2013

Notas sobre lo moderno I

Al hablar de mundo moderno y modernidad nos encontramos con el problema de dilucidar qué es eso que entendemos por modernidad. Sabemos que definir modernidad no es fácil, pues modernidad no es una idea unívoca. Si preguntásemos a la gente ¿qué es la modernidad? obtendríamos tantas respuestas como personas preguntadas. Pero esto no significa que la modernidad sea cualquier cosa, o no sea nada.

Modernidad, como sustantivo, como idea y como concepto, se plantea como un término con vocación epocal, en el sentido de que designa a toda una época en contraposición con un pasado añejo, brutal y anticuado.Ya en el siglo XVIII, modernidad designaba el tiempo contemporáneo, y lejos de quedarse como mero concepto cronológico, a partir del siglo XIX, lo moderno ya implicaba un futuro abierto y de emancipación como condición de posibilidad. El adjetivo moderno surgirá, implementado ideológicamente, como una idea fáustica asociada a la experiencia nueva, al camino por recorrer y al desarrollo. Y es en el campo de la estética donde encontramos las principales referencias a lo moderno, moda y modernidad. Baudelaire, arquetipo del estéticamente moderno, situará la modernidad como locus donde encontrar la belleza, una belleza inatrapable, efímera y sin freno. La modernidad trajo consigo una constante búsqueda, pues siempre es fugitiva, y el hombre moderno es un hombre que se busca y corre en pos de lo fugitivo.

Desbordando el ámbito de la estética, la modernidad cambió la forma en el ejercicio de poder y, el advenimiento de lo que Michel Foucault denominó la anatomopolítica del cuerpo, conformada por un conjunto de tecnologías de poder que corrieron en paralelo con la progresiva estatalización de las naciones, la gradual pérdida del poder feudal y el triunfo de la racionalización política. La anatomopolítica del cuerpo, culminación del racionalismo organicista selló la victoria de los modernos sobre los antiguos. 

La misión emancipadora de la Ilustración queda patente en los escritos de los principales pensadores ilustrados, que concebían el advenimiento de este tiempo nuevo como el triunfo de la razón, la superación de la ignorancia y la iluminación del camino a seguir por el hombre, un camino desbrozado de la maleza oscurantista y llena de superstición que había dirigido la vida de los sujetos, forzados a ser seres adocenados y acomodados a esa minoría de edad. Y para que el fin del proyecto ilustrado, proceso lineal y teleológico, pueda hacerse realidad, la emancipación de todos los seres humanos es condición necesaria.

Así pues, el uso público de la razón y el cuestionamiento –también público– de cualquier convención se convierten en imperativo –práctico– que los hombres en proceso de emancipación se ven obligados a realizar y que exige la demanda y el uso del arbitraje de la razón . Este sujeto ilustrado, que se atreve a saber, progresa teleológicamente sobre una línea que le conduce, siempre ayudado de esa razón, a desvincularse de las antiguas ligaduras que le mantenían adscrito a la voluntad del otro. Como resultado nos encontramos con un ideal de sujeto racional y desvinculado de todo contexto, de todo fin particular, de toda materia. Un ideal de sujeto que se plantea a sí mismo como razón más que como cuerpo, y ahí se rompe la propia base sustancial la hilemórfica defendida por Aristóteles, abriéndose las puertas a una materia sin forma que la sujete. Este nuevo sujeto, con la sujeción perdida se convierte en un yo diluido, pasando a constiuirse como un ideal de individuo emancipado. Éste mismo es el individuo que está en la posición de obedecer a la ley con el acto cotidiano y de quebrantarla con el uso público de la razón, una razón anti-hilemórfica donde sólo residen ideas sin materia. Ahora materia y forma caminan, en uno y otro sentido, por sendas separadas. En un caso hacia la senda del gnosticismo filosófico de la modernidad, donde la conciencia se convierte en una entidad trascendente , en otro caso, hacia el aplastamiento más brutal de la mismidad que supone el neoliberalismo.

Si hasta este punto de inflexión, que como decimos inicia su andadura de la mano del humanismo renacentista y no salta abruptamente en el siglo XVIII, el temor y la devoción habían sido los pilares sobre los que se asentaba la obediencia y el orden, el nuevo Estado moderno, en cuyo seno ya no existía una figura preeminente, necesitaba de nuevos elementos para que el ejercicio de poder fuera eficiente y eficaz. Y esos nuevos elementos, indispensables para el correcto funcionamiento de todo un amplio aparato estatal en constante despliegue, tenían que basarse en cosas modernas, es decir, mecanismos, técnicas y tecnologías de poder que trascendieran el mero miedo o devoción, que quedaban ya como reliquias del pasado dudosas e insuficientemente operantes. 

Tal y como describe Foucault en el último capítulo de La voluntad de saber, es a finales del siglo XVIII cuando se produce otra gran transformación, la de las tecnologías de poder, a las que hemos hecho referencia anteriormente. Bien, pues es en este momento cuando culminan un conjunto de técnicas, tecnologías y dispositivos de poder nuevos, ya específicamente modernos y al que Foucault denomina como anatomopolítica del cuerpo. Esta anatomopolítica se centra en el cuerpo del individuo y, mediante técnicas de corte disciplinario y de control, produce un nuevo tipo de sujeto, el sujeto moderno. Pero la aparición de este tipo de novedades no se engendran ex nihilo sino que se apoyan sobre los hombros de las tecnologías de poder existentes previamente, modificándolas en apariencia, pero sobre todo en su esencia. El poder en el Antiguo Régimen se fundamentaba en lo que para Foucault es un derecho de vida y de muerte, materializado en la posibilidad –siempre constante– de hacer morir y dejar vivir a los súbditos del magno y todopoderoso soberano.

F.W. Murnau
Germany 1926



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